viernes, junio 02, 2006

Un destino, la vida sigue


Eran eso de las 07:00h y comenzaba amanecer el día.
Luis, el conductor de un voluminoso autocar, tenía los párpados espesos y la cornea de unos rojizos rayos que cubrían la mayor parte de ese intenso blanco marfil que rodeaba su iris de un azul intenso y suave, que a su vez apenas se apreciaba por unas grandes pupilas negras.
Era un hombre joven de veintinueve años, pelo corto de un rubio platino. Su cuerpo era de metro setenta y ocho de altura y complexión fuerte. Luis llevaba desde los veintidós años ejerciendo el oficio de conductor de todo tipo de transportes. Comenzó haciendo repartos con un mono-volumen en una empresa de mensajería, pasando después por camiones pequeños de tres mil quinientos kilos, hasta hace apenas dos años que recibió una muy buena oferta en una agencia de transportes públicos. Realizó rutas de excursionistas de un colegio privado durante seis meses, hasta que finalmente le asignaron una ruta fija. A Luis no le asentó muy bien eso de una ruta fija, eso de una rutina diaria y lo peor de todo, que la ruta era de ocho horas y de noche.
Casi todas las noches apenas iba solo en el espacioso autocar que él conducía, pero aquel veinte de diciembre, probablemente por las vísperas de navidad, el autocar se llenó. No quedó en aquella fría noche ni una sola butaca libre. Los ocupantes eran de varias edades, desde un bebé de ocho meses hasta una anciana de alrededor de unos noventa años.
Era viernes por la noche y Luis sólo pensaba en que era su última ruta del año, quizás su último trayecto. Tenía dos maravillosos hijos y una estupenda mujer, pero su relación se estaba deteriorando por esas largas noches de rutas.
El más pequeño de sus hijos, Kim de año y medio había pasado la noche del jueves con mucha fiebre. Cuando Luis llegó por la mañana su mujer le pidió que le llevara a ver al médico donde pasaron casi toda la mañana. Después de que revisaran a su pequeño y les recetaran unos medicamentos para la gripe volvieron a casa.
Cerca de las tres de la tarde Luis terminó de comer y se tumbó a descansar. Pasó casi una hora dando vueltas hasta conseguir conciliar el sueño.
-Luis, cariño –le susurró al oído su mujer, Nadia-, son las ocho, va corazón que tienes que cenar.
Abrió lentamente los ojos, le pesaban mucho los párpados, era como si sus pestañas pesaran alrededor de quinientos gramos cada una. Se remoló, esbozó y aturdido se puso en pie. Se sentó a la mesa acompañado de su mujer e hijos. El cansancio acumulado le hacía mella, hizo un esfuerzo por sobreponerse y pasar una agradable velada con sus hijos. En apenas dos horas marcharía.
Palabras en formatos de melodía, anécdotas risueñas y mucho más, entrelazaron el momento de la cena y envolvieron a la familia en su máxima unión afable. Un acontecimiento que tardó en retornar algún que otro año.
Luis abandonó su casa dejando atrás el maravilloso mundo que lo colmaba. Una infancia deteriorada por un camicace de las carreteras le arrebató a sus padres a la temprana edad de dos años. Con el paso del tiempo y la entrada de la madurez su meta se fundió en una familia.
Antes de subir en el coche volvió la mirada y contempló su morada. Pensó en sus hijos y se quedó con sus sonrisas y el adiós cálido de su mujer. Le acompañarían en su viaje. Pronto estaría de vuelta en su pequeña orbe.

Las primeras horas del trayecto pasaron rápidamente y se desvanecieron entre el sombrío recorrido de las carreteras y un ambiente hostil del gentío. Al volante del autocar Luis escuchaba la radio, de vez en cuando se sumía en sus profundos pensamientos plasmando la viva imagen de sus hijos. Estaría de vuelta el sábado por la noche, descansaría y a la mañana llevaría a su mujer e hijos al centro comercial. Eran vísperas de Navidad, por lo que incluso siendo festivo todos los establecimientos abrían sus puertas. Era su día, sería su momento, tenía que retomar el buen cauce de su relación.
Por el carril contrario un coche deportivo adelantó a varios de un bufido y se perdió en el horizonte en segundos. Luis frunció el ceño y despotricó ante el acto en un susurro. Fijó la vista en su calzada y fue entonces cuando otro deportivo apareció en su horizonte. Todo sucedió en un instante, el camicace esquivó con una brutal maniobra a otro coche entorpeciendo el camino de Luis. El deportivo colisionó con el autocar, todo se volvió oscuro.

El sudor y el frío le despertaron de su siesta. Cuatro paredes lo separaban del mundo. Luis hizo tintinear la campanilla que albergaba sobre la mesita y al cabo de unos minutos su mujer apareció por la puerta. Acarició su cara y su pelo, sacó un pañuelo del primer cajón de la mesita y le secó el sudor de la frente.
-Tranquilo mi amor, no pasa nada –lo consoló-, es una pesadilla.
Luis se dejó mecer por su mujer durante un instante y la abrazó con todas sus fuerzas. La templanza y el cobijo de su mujer lo ayudaron a levantarse de la cama. Una vez aposentado en su silla apartó ligeramente la mano de su mujer. Agarró el frío metal que recubría el interior de las ruedas y se abrió paso hacía el comedor.
Volvía a ser víspera de Navidad. La tele estaba encendida y era lo único que daba vida a la fúnebre estancia. Sus hijos no estaban en casa. Luis pidió a su mujer que lo acompañará, tenía que hacer unos recados.

La puerta se abrió y sus hijos entraron apresuradamente, habían pasado la tarde jugando con otros amigos de la barriada con la nieve que sobrevivía en los coches de la pasada noche. Estaban deseosos por cenar. No se percataron del nuevo atuendo del recibidor y agolpándose entre si pasaron al comedor.
Luis esta en la mesa esperándoles. Vieron a su padre pero, no fueron a saludarlo. La nueva decoración los había dejado unánimes. Contemplaron la nueva iluminación de la casa, y el ambiente hostil de la Navidad. El pesebre yacía en la estantería superior del mueble como años atrás. Las luces de colores tintineaban en la estancia y el pequeño abeto daba una buena savia en un rincón.
Luis contempló sus caras, su mujer salió de la cocina y los miró. Una mirada de complicidad se cruzó entre ellos. La sonrisa emergió en sus rostros y la casa salió de su ambiente sombrío.
Luis pensó en sus padres y les oró en silencio.
“No están solos. Yo sigo aquí –pensó para sí.”

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una historia realmente preciosa...seguire visitandote si no te importa.

Dani González dijo...

Gracias por tu comentario
Espero sea todo de tu agrado...

Un cordial saludo

Daniel Gonzalez
"Por un mundo mejor..:"

Anónimo dijo...

tienes unas entradas que realmente llegan al alma daniel. VOlveré en cuanto regrese de un viajecito que ando haciendo al fondo de un extraño corazon. Puedes pasar por casa siempre que lo desees, ya sabes que dejo la puerta abierta y el aroma de tu café quedó en el salón. Gracias por ir...
Besitos astrales

MaLena Ezcurra dijo...

Bello texto, cálido.

Besos

Anónimo dijo...

Very pretty site! Keep working. thnx!
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